RENÉ DESCARTES SE ENCAMINÓ HACIA POITIERS, EN EL VERANO DE 1614, POR LOS SENDEROS QUE ESBOZAN EN EL ÁNIMO LOS BAJORRELIEVES INDESCIFRABLES DE LA VIDA. En la sala capitular, ahora reformada, le esperaban en animado diálogo su padrino y el Rector, que con gesto cordial le administró la bendición y le instó a que le adelantara noticias sobre su inmediato quehacer; en modo alguno la formalización de los estudios jesuíticos tenía el significado de un alejamiento. Los alumnos habían sido adoctrinados para entregarse a ocupaciones destacadas en la historia de Francia, con la rúbrica de la Compañía de Jesús. Tras declarar sus intereses en el campo de las Leyes, siguiendo la tradición familiar, con una excelente puesta en escena, añadió sin circunloquios que también le interesaban otras materias, como la geometría o la anatomía, por lo que no tenía definitivamente decidido cual sería su afán perpetuo. El Rector sabía de las peculiaridades de René, y adoptó una actitud de fingida comprensión. De improviso, le preguntó si aún seguía con esa idea insólita acerca de la duda. René no tosió, ni su palidez se tornó extrema; respondió respetuosamente que de ahí, de la duda como método de indagación, obtendríamos las ideas claras y distintas, aunque reconoció que tendría que afanarse más para perfeccionarlo como un nuevo sistema filosófico y científico. Invenciones de jóvenes, intervino el Señor Brochard; asintió el Rector, no sin sospecha. -Bien, espero que nos mantengas informados de tus descubrimientos, declaró. -Sabrán de mí, respondió René con ufana y misteriosa actitud. Tras las salutaciones al uso, se cerró la puerta del Colegio Real.
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